29 de diciembre de 2006

Palabras

Las palabras sueltas, a veces, no tienen sentido ninguno...

...pero cuando las juntas y formas frases con sentido...

...puede llevárselas en viento...

Por eso he tenido una idea:

Pegaré palabras a trozos de imanes...
...y luego las colocaré en la puerta del frigorífico...


Así el viento no se las llevará...

...tan solo tu fuerza al arrancarlas...


25 de diciembre de 2006

Desordenada habitación

Ya lo escribió hace tiempo Antonio Vega en algún papel:

Éramos uno y uno y luego dos,

más cerca cada vez de un sueño sin adiós;

desordenada habitación.

Son tu calor, hacerte el amor;

mis miedos, mi pasión.

Tanto soñar, con esa flor mezcla de sol y temporal.

El doble filo de un amor real,

actores sin guión, un mundo teatral,

función sin hora de empezar...


A veces cuatro paredes pueden ser testigos de muchas cosas; de un ir y venir de palabras, de besos, de abrazos y de miradas. Todo ello puede girar a gran velocidad y provocar el desorden de una habitación; pero no un caos en nuestra vida.

Ya dijo Sabina que uno más uno nunca suman dos; nunca creí esa frase. Al principio comenzamos siendo uno, nos encerramos entre bloques de cristal para impedir que el otro entre de lleno en nuestro espacio; pero con el tiempo los cristales se van desquebrajando y un hueco se abre. La luz entra y con ella tú, el elemento único y perfecto para sumar dos.


Y son los sueños sin adiós los que crean esos soportes sobre los que se construye cada uno de nuestros días, no hay despedidas definitivas, no hay fines trágicos que dibujen precipicios, ni vértigo por caminar encima de las nubes. Quizás, por encima de todo eso esté lo más especial: firmar tratados entre sábanas, entre roces y susurros que ni las paredes son capaces de escuchar.


Pero, en el fondo, todo lo que llevamos edificando más de ocho meses es nuestra obra de teatro; un escenario diáfano en el que ponemos los elementos necesarios para desarrollar nuestra historia; una historia en la que los actores secundarios están de más, nosotros somos los únicos que pisamos el escenario. El guión no existe porque lo escribimos cada segundo.

No hace falta ordenar la habitación, sabemos dónde dejamos cada instante, cada mirada, cada sentimiento guardado.

(Click para escucharla)

23 de diciembre de 2006

Estrellas en el cielo

A veces alguien quiere poner estrellas en el cielo para alumbrar alguna vida. Las dibuja, las pinta y después las recorta. Luego intenta subirse a una escalera y ve que no alcanza el cielo, se pone de puntillas; pero aún así el cielo está tan lejos de la punta de los dedos que es imposible colgar las estrellas. Pero en ese momento es cuando entra en juego la imaginación, las estrellas no son reales, son trozos de cartulina y en cada uno de ellos hay una esperanza, una sonrisa o un sueño que es posible regalar.


Todos esperamos algo de los demás. O no.
Quizás sólo esperamos de un par de personas, de alguien que sabe jugar bien con los regalos, que los manda en el momento más oportuno y sabe cambiar sensaciones. Hace magia desde cerca del mar, desde el norte. Allí se verán mejor las estrellas que en Madrid, donde la luz de las farolas las mata a destellos. Sin piedad ninguna.

Gracias, porque las estrellas...

...despiertan realidades lejanas.
...invitan a soñar de nuevo cada día.

...anuncian sorpresas en forma de carta.

...te envuelven en melodías indescifrables
para quiénes jamás tuvieron la suerte
de que les pusieran un puñado en su camino.

Todos merecemos que alguna estrella penda de un hilo y forme parte de nuestra vida. Lo importante no es tener muchas y llenar cajas con ellas; sino que sean especiales por quienes nos las regalaron tiempo atrás.
(Click para escucharla)

22 de diciembre de 2006

Historias Pasadas (I)

Nunca supe que sabía a lo que había venido, hasta aquel lluvioso martes de febrero.
Desde siempre fuimos las típicas amigas inseparables; aquellas que compartían sus primeros secretos inconfesables y las miradas cómplices. Habíamos creado, incluso, códigos indescifrables de gestos, medias sonrisas y alguna que otra palabra para apartarnos aún más de ese mundo que nos acorralaba entre paredes de mediocridad.

Algunas veces, nos resguardábamos en nuestro escondrijo y, juntas, recordábamos momentos fugaces de nuestra lejana niñez; como cuando un día, tras las vacaciones de verano, saltamos la valla que rodeaba esa casa que tanto miedo nos producía. Aunque hoy me cuesta hacer eso presente en mi vida; recuerdo cómo las dos temblábamos como témpanos de hielo, cómo el sudor caía por nuestras frentes y cómo una repentina y violenta sensación de frío recorría todos los resquicios de nuestros frágiles cuerpos. Otras veces soñábamos con un mañana distinto a la gris rutina en la que nuestras vidas se habían convertido; incluso traspasábamos los límites permitidos guiadas por nuestra inmadurez e inconsciencia; aunque, lo cierto, es que jamás llegamos a sospechar una vida distinta de aquella por mucho que la odiáramos: nos unía algo invisible a los ojos de los demás, algo tan fuerte que ni siquiera vientiún años de ausencias, desplantes y orgullos habían podido romper.

Aún recuerdo vagamente, quizá por el rencor y la ira, ese día en el que ella no apareció tras mi puerta cuando apenas pasaban tres minutos de las doce de la noche y acababa de estrenar mis recién cumplidos dieciocho años. Tiempo atrás eso no me habría importado lo más mínimo puesto que ella siempre me guardaba inmensas sensaciones que me conmovían y me maravillaban, hasta el punto de hacer brillar mis oscuros y melancólicos ojos con un halo de luz antinatural. Pero esa noche ninguna chispa avivó mis esperanzas de encontrarla en el rellano de la escalera; permaneciendo con cautela al otro lado hasta que yo quedara presa entre los brazos de Morfeo. Nada más lejos de la realidad, me quedé dormida profundamente ajena al aluvión de sentimientos vacíos que me esperaban a la vuelta de la esquina.
No sé cómo fui capaz de levantarme de la cama a la mañana siguiente, había algo que me ataba a ella, que rehuía de ser visto por mis ojos. De súbito un cúmulo de sensaciones inundaron mi mente y poco a poco iban atravesando y calando hondo en mis huesos. Ella. Su ausencia martilleaba con fuerza en mis sienes. ¿Dónde estaba? Mientras me vestía, comencé a maldecir aquel mundo que ambas habíamos creado; un mundo singular en donde no cabía la presencia de una tercera persona, un espacio hueco que poco a poco fue llenándose de nuestros más íntimos deseos. Nunca volvimos la cabeza para ver la absoluta realidad que dejamos a nuestra espalda... y eso sé que me pasó la mayor factura que jamás he pagado; incluso me llevó a los extremos de la bancarrota.

Bajé las escaleras estrepitosamente sin rumbo fijo, tan solo quería respirar una gran bocanada de aire para así despejar por unos segundos todas mis dudas. Sólo había un lugar dónde podía dar con ella: aquel desván del antiguo casco viejo que tantas veces nos sirvió como escondite. Metí la llave en la oxidada cerradura y aquel armazón de podrida madera cedió acompañado de un fuerte chirrido. Una pequeña claridad iluminaba tímidamente la estancia y los restos de incienso quemado seguían emanando su dulce aroma. Mis ojos examinaron todos los rincones mientras mis pasos sonaban estridentes en medio de tanto silencio y dolor al ver que allí no estaba. Jamás sabría de ella. Dejé caer mi insignificante cuerpo en el sofá y una ráfaga de miedos y temores me envolvieron entre sus invisibles hilos. Desvié mi mirada al antiguo cassette que estaba encima de la mesa e imaginé las veces que en él sonaron canciones de Serrat, Sabina, Silvio o Enrique Urquijo... mientras las dos las tarareábamos. Aquello no serían más que recuerdos a los que hoy les quito la espesa capa de polvo que los ocultaba.

Me levanté del sofá, eché un rápido vistazo a todo y me marché mientras me armaba de valor para cruzar la frontera entre los dos mundos completamente sola. Aquellos dieciocho años no significaban para mí lo mismo que para las demás chicas; para mí eran el principio del fín.

Los días siguientes no fueron más que llantos escondidos que se convirtieron en un hábito adquirido con la práctica y sin apenas razonamiento; no tenía ya con quién huir a parajes perdidos.
Quise empezar desde cero mil veces pero me era imposible porque todas las tardes pasaba por delante de su casa y miraba fijamente desde un banco ese gran ventanal que aguardaba su habitación. Vacía. Tampoco estaba allí. Eso me motivó a creer que si empezaba de nuevo, nada me impediría hacerlo; y así lo hice. Rompí las compuertas que me tenían encerrada en mi propia prisión y supe que había nacido de nuevo, con más fuerzas que nunca. Cambié mis hábitos y no dejé que nunca más la dependencia hacia alguien volviera a mi vida para tomar las riendas de la misma y convertirse en su protagonista.

Cuando los años pasaron y todo parecía estar en calma, un día de tormenta alguien llamó a mi puerta. Extrañada por la hora, vacilé un poco antes de mirar por la mirilla. Al otro lado no había nadie, pero aún así abrí la puerta y bajo mis pies un sobre descansaba sobre el felpudo. Enseguida reconocí la letra después de tantos años, y me sentí tentada a correr hacia la calle; y así lo hice, en bata y zapatillas de andar por casa. Cuando llegué al portal, abrí bruscamente la puerta y dirigí mi mirada al callejón que tenía delante. Una figura enfundada en una larga gabardina negra corría por la acera de enfrente mientras que de vez en cuando echaba la mirada atrás. Me vió y aceleró aún más el paso mientras su silueta se perdía entre el tumulto del Paseo de Gracia.

Empapada hasta los huesos y tiritando de frío llegué a casa como si hubiera perdido la batalla más importante y decisiva del mundo. Me despojé de la ropa que se me pegaba al cuerpo con ansias de asfixiarme y me metí en la ducha; sientiendo cómo el calor y el vapor de agua abrían mis poros y liberaba ese frío que me carcomía por dentro.
Sentada y con una gruesa manta en los hombros me disponía a abrir el sobre cuando inesperadamente mis manos empezaron a temblar y cientos de mariposas revoloteaban dentro de mi estómago. Aquel era uno de esos momentos con los que había soñado cientos de veces, sola, sin ella, sin compartir cama con nadie; aunque dentro de mí, sabía que, estuviera dónde estuviese, esa unión invisible que nos unió hace años seguía estando intacta, o al menos eso quise creer. Despegué poco a poco la solapa que cerraba el sobre y saqué todo lo que había dentro: una carta y otro pequeño sobre; abrí éste y dentro encontré fotos, recortes de periódicos y versos de canciones que despertaron en mí recuerdos que yo misma quise que estuvieran aletargados de por vida.
Las lágrimas comenzaron a llenar mis ojos y nublaban mi vista durante breves instantes hasta que los cerraba con fuerza obligándolas a rozar mis mejillas y a que explotaran mientras caían sobre aquellos recuerdos. La nostalgia y la tristeza coincidieron esa noche, y aún más, cuando leí la carta; cuatro folios color sepia con frases perfectamente alineadas; sonreí hacia dentro al saber que seguía igual de meticulosa en su escritura. Explicaciones, encuentros, testimonios y disculpas hechas papel llenaban la carta; que se mezclaron a su vez con mis sentimientos de tristeza, odio y culpabilidad, resumidos en uno: el desasosiego al ver que no todo terminaba en un papel, sino en un lugar: el desván en el que veintiún años atrás fui en su busca y no hallé nadie tras la puerta. El encuentro sería el martes próximo.

La semana pasó lenta y mi mente viajaba cada minuto hacia otros lugares, preparaba frases que decir y reporches que ocultar. Dos días antes del encuentro me senté en un banco, el mismo en el que estuve cuando decidí empezar de nuevo, y levanté la vista hacia ese gran ventanal que, al menos antes, separaba su habitación del mundo exterior. Había luz y tras la cortina una sombra me miró desde las alturas. No distinguí bien su identidad pero el temor a que fuera ella me sacudió violentamente y corrí calle abajo.

Por fín llegó el día, estuve inquieta, nerviosa y apenas pude concentrarme en el trabajo por lo que me marché antes de la hora. Quedaba una hora y media para el encuentro y me di cuenta de que, aunque ya no era una niña, sino una mujer de treinta y nueve años, el sudor y el miedo hacían acto de presencia con la misma intensidad que el día en el que las dos cruzamos esa valla para entrar en la casa.

Titubeé cuando apenas diez pasos me separaban de la calle donde se encontraba el desván. No había ni un alma por la calle, la humedad me impedía respirar y la oscuridad y la lluvia se cernían sobre mi cabeza tratando de aplastarla. Quise darme la vuelta y no acudir a la cita, pero algo me arrastraba hacia aquel lugar como un potente imán. Empujé la puerta del portal suavemente, subí las viejas escaleras de piedra y me planté delante de esa puerta de madera que seguía igual de mohosa que años atrás. Intoduje la llave en la cerradura y un cosquilleo sacudió mi cuerpo; la empujé, crucé el umbral y allí estaba, de espaldas a mí; no hacía falta que se girase para darme cuenta de que estaba llorando, el movimiento a trompicones de sus hombros la delataba. La rodeé y me puse frente a ella. Apenas unas cuantas arrugas en su rostro revelaban el verdadero alcance y poder que el tiempo puede llegar a tener; aunque lo cierto es que esa esencia suya, que desde niña siempre tuvo, seguía ahí, intacta... sus ojos tenían el mismo brillo y su sonrisa llenaba ese desván con un halo de luz espectral.

Miradas encontradas y de nuevo, el uso de ese código indescifrable por muchos, rompieron la tensión que se palpaba en el ambiente.
Nos abrazamos y supe lo débiles que las personas llegamos a ser en ciertos momentos de nuestra vida; cómo necesitamos del otro para sentirnos completamente vivos. Antes de cruzar esa puerta nunca supe a lo que había ido a ese desván pero ahora se que fui a recuperar mis recuerdos y mi vida, porque yo morí a los dieciocho años y hasta ahora, he estado vagando entre el mundo de los vivos y el de los muertos.


Continuará...