No importa que en el mundo existan más de seis mil millones de personas que respiran, coman, beban y sientan igual que cualquier otro. Da igual. Ellos son una minúscula gota dentro de un tanque de agua.
Yo, en cambio, siento que no hay seis mil millones de personas ni de gotas. No hay nada más. Quizá sea ese sentimiento de estar rodeado de gente, a la que ni conoces ni pretendes conocer, y sentirse solo, aislado. De otro mundo, aunque tengan diez dedos en las manos, se coman las uñas o tengan legañas nada más levantarse.
Del colegio aprendí que por dentro somos agua, sangre, huesos y más huesos, vísceras. Tenemos órganos que nos permiten estar vivos: respirar, alimentarnos, expulsar lo que ya no nos sirve... pero no aprendí lo que era sentir, compartir o que te arranquen de cuajo todas esas vísceras y, mientras cierras los ojos, darte cuenta de que sigues vivo; que no son las vísceras lo que te han arrancado, sino el alma, todo eso que está detrás de tanta sístole y diástole. Ahí dentro hay algo más que una simple conexión de órganos, de pequeños caminos por los que viajan fluidos de todo tipo. Dentro hay algo transparente, invisible a los médicos y científicos, que no se qué forma tiene pero sí se que se hincha, te ahoga y, de repente, sientes que te falta el aire, que por la garganta suben las penas y tus ojos nadan en un pequeño mar sin peces que no hace más que desbordarse.
27 de septiembre de 2009
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